Las películas que giran en torno a la venganza siempre posicionan al espectador en un bando. Entre el poli bueno y el psicópata depravado hay una franja moral tan grande que hace que sea fácil empatizar con el primero y “tolerar” la brutalidad de sus actos.
En Big Bad Wolves al dúo asesino y policía se une el padre de una de
las victimas, para contarnos una historia que comienza con un juego infantil y
pasa a transformarse en un ejercicio de crueldad hacia un profesor de religión
sospechoso de pedofilia por dos
personajes pertenecientes a organismos de seguridad israelí con un pasado
oscuro.
La cinta recurre a un
juego de apariencias creíble gracias al gran trabajo que hacen sus actores (Lior
Ashkenazi, Tzahi Grad, Rotem Keinan), manteniendo la tensión hasta el final y
cuestionándonos continuamente el papel de cada uno de ellos.
Violencia
física, extrema y explícita, se combina con una violencia psicológica que el
espectador sobrelleva mediante el humor: es inevitable sonreír con giros de
guión que provocan situaciones tan absurdas como las llamadas de la madre
durante la tortura.
A la comedia negra, el
thriller y el torture porn se le añade también la crítica social que se muestra
en un país en conflicto y militarizado, donde la tortura no resulta ajena a
ningún individuo (más sutil es la aparición del personaje árabe a caballo).
Es
difícil que Tarantino no venga a nuestras mentes durante toda la película, no
solo porque el mismo dijo que era la mejor película que había visto en lo que
llevaba de año, si no porque en cierta manera hay tantos momentos que recuerdan
a películas como Reservoir Dogs o Pulp Fiction que parece un homenaje. Por
ellos fans y no fans del director pueden encontrar grata sorpresa en el
desconocido cine israelí, y si alguno de los espectadores de Big Bad Wolves que no conozca el de
Tarantino queda satisfecho con el visionado del metraje, debería ir corriendo a
recuperar las fuentes de las bebe esta orgía de sangre y justicia.